Una tarde de cuaresma conseguí romper mí pereza (física y espiritual). Me encaminé por la calle Victoria y a la altura de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales me di cuenta de la presencia de un amigo. Aligeré el paso para darle alcance, pero cuando me estaba acercando a él. Sentí que este hombre estaba abstraído en sus pensamientos y me di cuenta que yo era participe de ellos. Continuaba caminando, llevando a sus hijas de la mano. Este alcalaíno que se llama… ¡qué importa! Llámele usted: Diego, Justo, Pastor o Bartolomé.
Como iba diciendo, iba ensimismado en sus pensamientos. Concretamente miraba hacia la torre de la Magistral. Miraba al cielo, que esa tarde estaba dibujado de nubes grises. Ante sus ojos parecía como si la torre con su tejado de pizarra dibujase de manchas grises el cielo complutense. En ese momento se paró junto a la Ermita de Santa Lucia. Pensó que la torre de su Catedral emborronaba el cielo con sus pecados. Y decidió pasar dentro.
Yo que estaba detrás de él, me paré al ver la entrada de la Magistral. Me acordé de mí coqueta Catedral blanca, y me preguntaba si ya tendrían puesta la rampa. Me imaginaba a todas las cofradías gaditanas haciendo Estación de Penitencia en ella. En ese instante me envolvió un sentimiento de nostalgia. En fin, un corazón andaluz que añora Novena y mira con cierta severidad a Mayor. Los recuerdos se iban al embrujo de Jabonería, los alardes de Nueva o la infancia en Rosa. Todo ese embrujo se concentró en un instante.
Decidí pasar a la Magistral, llevado por la culpa de un sentimiento de suficiencia que tantas veces he rechazado, al percibirlo en otros, por lo injusto que es. Por ello, entré en el primer templo de la Diócesis de Alcalá. Para orar y para encontrarme con Aquél que pudiéndolo todo sufrió y murió como nosotros. Comencé a rezar. Me acerqué a confesarme. Cumpliendo con la penitencia que me había encomendado el sacerdote. Dediqué unos momentos a recriminarme la falta de humildad y de sensibilidad que había tenido respecto a la Pasión Complutense. Cuando terminé de reconciliarme conmigo mismo. Levanté la vista y vi a mí amigo que estaba rezando. De repente esbozó una sonrisa. Presté atención para comprobar si todavía podía leer sus pensamientos. Efectivamente, su sonrisa era debida; porque desde donde estaba sentado veía al fondo a Jesús montado en “la borriquita”. Era como si se le acercase la Semana Santa de frente. Además desde donde estaba, al estar la Magistral a oscuras, se percibía el resplandor que salía de la capilla del Resucitado. Era como si el tiempo se hubiese comprimido en el banco en el que estaba sentado. Era cuaresma, la imagen de la “borriquita” que representaba la Semana Santa que se acercaba y al final la Gloria de Resurrección. Quiero decirle a usted que sigue leyendo con paciencia, que mí amigo estaba sentado en el decimosegundo banco empezando a contar por la reja de la entrada de la Magistral, justo en el lado donde están la capilla de Nuestra Señora del Val y San Diego. Si lo comprueba recuerde sentarse en la esquina del banco. ¡Ya verá!.
A todo esto mí Cicerón involuntario abandono el templo catedralicio. Con sus hijas tomó San Juan dirección a las Bernardas. Ya sentado en la Plaza mientras sus “ángeles” corren dando vueltas elípticas, como si quisiesen dibujar la planta de tan singular Iglesia, en ese momento miró hacia la puerta. Con nostalgia recordaba aquellos años en los que a la primavera complutense le brotaba su primera Flor. Esa flor de pétalos negros y dorados llamada Soledad. Llamó a las niñas y les contó que por esa puerta llegaba en su paso de palio, con olor a primavera e incienso la Reina del Cielo, en su advocación de María Santísima de la Soledad. Explicaba, con gran cariño, que era la Virgen “más andaluza” de la Semana Santa alcalaína. En un intento de mostrarles el amor que él siente por todo lo de su tierra. Les dijo que prestaran atención al sonido que se escucha al paso de la Señora. Que tuviesen cuidado porque si solo utilizan sus ojos y oídos sólo escucharían y verían el crujir de sus varales. Pero en cambio si utilizan su alma se darían cuenta que no crujen los varales. Sino que se trata del tintineo de los corazones de todos los anderos y costaleros que se han ido incorporando a esa bendita “locura” de la carga, que inició en Alcalá de Henares, la más Antigua de nuestras hermandades. Difícil trabajo el que tiene que soportar esa trasera al llevar tanto sentimiento colgado de esos candelabros de cola.
Al poco comenzaron a andar hacia la calle Mayor pasando por San Felipe, otro de esos rincones que parecen pensados para que el hombre encuentre su dimensión en esta bendita ciudad. Al enfilar Mayor, las pequeñas alcalaínas corrieron entre las columnas cruzando de acera en acera. A mí me recordaban a ese levante juguetón que lleva su soplo de vida por todos los rincones de mí “tacita”. Mientras tanto nuestro alcalaíno las contemplaba mientras ellas pintaban requiebros de alegría alrededor de las recias columnas.
Siguiendo su camino llegaron a Libreros y las nenas, cogiéndole de las manos, le pidieron entrar a Santa María. Querían ver a la Señora ya que la curiosidad les invadía. Estuvieron rezando, al despedirse de Ella supo que la próxima vez que la mirase no sería Soledad lo que viese en su rostro. Sabía perfectamente que sería dolor.
El dolor de una Madre por la muerte de su Hijo. El dolor que sigue sintiendo Ella cuando pecamos contra Él y nuestros hermanos. Esa cara de dolor la verá justo antes de comenzar su Estación de Penitencia. Habrá un pequeño instante en el que mí amigo se quedará en soledad. Será cuando sus hermanos de luz estén ocupando la calle, y sus hermanos anderos miren a Nuestro Señor muerto. Nuestro alcalaíno mirará su cara, pedirá perdón por todo lo que pecó. Pecados que dejan huella en el Corazón de Dolores. Los mismos que se reflejan en cada muesca de la campana que tocará esa noche. El sabe que cada golpe de campana supondrá un latigazo en los penitentes hombros de sus hermanos. Su mano, que tantas veces ha estrechado con ellos, se convertirá en la mano del centurión que al golpear la campana fustiga la espaldas de estos nazarenos, que recorren las calles de Alcalá. Esa será su penitencia, el saberse un nuevo Longinos. Que en esta ocasión en vez de lanza utiliza un martillo.
Le animo a usted a que estos días se deje llevar por sus buenos sentimientos y mire todo lo que ocurre a su alrededor con los ojos del corazón. Déjese amar por Dios. Y recuerde que aquí en Alcalá la luna estos días también tiene embrujo.
Hasta pronto. Que será cuando quiera Dios.
Dedicado a todos los que quieren Alcalá y me han enseñado a amar su Semana Santa.